En medio de una galería de personajes desarraigados y trashumantes que deambulan por Roulettenburg, Aleksei Ivanovich personifica el goce y la angustia del tipo humano que acaba por canalizar toda su capacidad de protesta en la pasión por el juego. Dos pasiones arrastran al joven Ivánovich: la del juego (que envenenó al mismo Dostoyevski hasta pocos años antes de morir) y la de un amor, un amor cargado de humillaciones, equívocos, odios y abnegación.